domingo, 13 de noviembre de 2016

El País de los Sueños

«Des six cents volumes que j’ai écrits, il n’y en a pas quatre que la main de la mère la plus scrupuleuse doive cacher à sa fille» (Alejandro Dumas, Le vert paradis).

Ilustración de Gregory Colbert
Es del gusto de los seres humanos generarse a sí propios la ilusión de que todo cuanto los rodea puede ser aprehendido, nominado y dispuesto cual pieza de encastre en una clasificación cualquiera inmersa en un gran sistema de categorías cualquiera, sin que el proceso suponga la pérdida parcial del objeto apercibido, acaso de todo lo que en él había de más singular y precioso. No obstante, y cual llevamos dicho, ello no pasa de la mera ilusión. Los ordenamientos racionales, basados en nociones abstractas y generales, sólo son válidos como método para allanar el camino del iniciado en su largo peregrinaje hacia esa otra ilusión que denominamos “conocimiento” o “saber universal”. Tomados, en cambio, cual genuinos, indiscutibles e inmutables bloques de conceptos, a más de odiosos, se hacen por completo perjudiciales, pues inducen a error.
Un ejemplo, desde luego entre otros innumerables, lo aporta la “literatura infantil” o lo que se ha dado en reconocer como tal. Nada hay stricto sensu que pertenezca en exclusivo al ámbito de la infancia, y los libros menos que cualquier otra cosa. Al fin y al cabo, al momento de abrir un libro todos somos, en algún modo, espíritus niños, y siempre la medida de tolerancia del niño, en relación a una lectura (o a lo que fuere), estará pautada menos por lo grave que por lo tedioso. No la tragedia, sino el fastidio, determinará el límite. Hablamos de adultos, según dijimos, hablamos de niños.
El País de los Sueños pertenece a una serie de relatos para cuya realización sólo tuve en mente, y como finalidad, el deseo apasionado de transitar, no ya los terrenos de lo improbable, sino decididamente de lo imposible, valiéndome de mi anhelo de fantasía y del atrevimiento que sólo la imaginación otorga.
No fue, por tanto, un cuento pensado para niños, lo que no implica la exclusión de los mismos. Que haya podido integrar una antología destinada al público infantil confirma tal ambivalencia.
De aquí las palabras de Dumas que preceden estas líneas… Solo que tras revisarlas con detenimiento se me ocurre proponer lo inverso, a saber: que, quizás, aquello que “la madre más celosa” (sugerida por el autor de Montecristo) debiera evitarle a su hijo es la lectura de un libro que excluya al adulto, que no esté destinado a ganar nada con los años y que, por vía de consecuencia, no admita, aunque más no fuere con el concurso del recuerdo, volver a sus páginas... una y otra vez.

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