Prólogos


     La mayor parte de los críticos insisten en señalar a Poe como el creador del relato policial; algo que sin ser del todo erróneo, tampoco es completamente cierto. Entre otras cosas, porque tal afirmación omite, o pretende ignorar, que con su Mademoiselle de Scudéry, Hoffmann anticipó a Poe en dos décadas. Cierto, no hablamos del mismo rompecabezas mental ni del mismo puro juego de ingenio que inauguraría el autor de Los crímenes de la calle Morgue; de hecho, el escritor alemán se muestra con mucho menos meticuloso en la indagación del misterio aunque por ello mismo sobrado más desconcertante. Sin embargo, Mademoiselle de Scudéry bien puede ser considerado un relato policial en toda regla, y también una suerte de anticipo –incluso de modelo. Por lo demás, establecer principios no deja de ser nunca una labor de ingenuidad antes que de erudición. Ab ovo es igual a decir ab gallina y, por vía de consecuencia, a plantear menos una solución que un dilema, un absurdo –una paradoja. En lo que a mí concierne, muchas veces me divertí afirmando que el verdadero creador del género policial fue Gabriel Nicolas
Gabriel Nicolas de La Reynie
de La Reynie, el prefecto de Policía francés a quien Luis XIV encomendara el famoso proceso apodado «de los venenos». En vano busqué en la historia un 
affaire detectivesco de tanto nombre y popularidad antes de éste; sobre todo, que haya sido objeto de igual seguimiento por la sociedad de su época. La correspondencia de Madame de Sévigné, fechada durante dicho período, resulta ilustrativa al respecto: el público aguardaba las novedades relativas al caso de los venenos con la misma ansiedad con que luego las participaba o discutía, tal como si, menos que de un suceso de la realidad, se tratase de una ficción literaria escrita para ser leída en episodios. Por otra parte, toda la legislación concerniente a la industria farmacéutica cambió de modo dramático a raíz de los hechos sacados a la luz durante el proceso. Y en lo que toca a La Reynie, no solo se trata del primer policía de fama, sino de aquel que «levantó el cargo de teniente del bajo y ordinario nivel que le es propio, para convertirlo en una especie de ministerio de grandísima importancia». Son palabras de Saint-Simon, a quien no se lo conoce precisamente por mostrarse rumboso en el halago. Pero hay más, cuando se siguen las preciosas notas que dejó el prefecto, se cree estar por momentos ante la primera versión, el original o el boceto, de esos tipos metódicos para el análisis, verdaderas máquinas de raciocinio, que más tarde –bastante más tarde–, nos ofrecería la literatura a través de señalados ejemplos como los de Charles Auguste Dupin, Sherlock Holmes o el Padre J. Brown. Sigamos al propio La Reynie a propósito del affaire de los venenos para apoyar tal presunción:

«He hecho cuanto he podido al examinar las pruebas y los indicios a fin de asegurarme y estar convencido de la verdad de los hechos, y no he podido lograr mi propósito; por el contrario, he buscado todo lo que podía persuadirme de que eran falsos y tampoco lo he conseguido» (Frantz Funck-Brentano, El drama de los venenos).

     Farsa para la medianoche, cuento seleccionado en el IV CERTAMEN E-DITARX EDICIÓN ESPECIAL DE RELATO HISTÓRICO-POLICIAL para integrar, junto a otros doce, la antología El caso del reloj desaparecido, tiene como protagonista a esta suerte de precursor del detective sagaz que la tradición literaria ha ido puliendo con los años, el mismo que a través de sus minuciosas pesquisas hizo posible al lector del relato policial antes de que el relato policial fuera todavía posible. Aunque escrita en clave de humor, la narración transita los oscuros y sórdidos recovecos de un siglo mucho menos regular y solemne de lo que la mayor parte de los historiadores nos han acostumbrado a imaginar. Mi más sentida gratitud a Carmen Marcos y a Enric Flors por permitirme formar parte de esta nueva aventura literaria de E-ditarx.

La noticia completa en el siguiente enlace.


Ricardo Giraldez
(2019)


¿Qué fuerza misteriosa, nunca vista, se oculta en esta troika?
(Gogol, Almas muertas)

La memoria de ciertos pueblos pareciera ser hija menos de sus hechos efectivos que de sus más inverosímiles y osadas invenciones. Un ejemplo de esto, si no el ejemplo, lo proporciona la Rusia zarista.
Poco importará que nos remitamos a los tiempos de los grandes autócratas masculinos, de sus endebles herederos o de las grandes autócratas femeninas. A cada página, de este fenomenal relato, se acentuará la impresión de que se penetra en una de las tantas aventuras del barón de Münchhausen; en un texto, sí, repleto de sucesos originales: tan anárquico como hilarante, tan brutal como delicioso; aunque siempre, siempre asombroso.
Ninguno de los rudos hechizos de lo grotesco falta. Ninguno de los imprevisibles juegos de luz y de sombra y de cuanta abrupta alternancia de opuestos sea dable concebir. Todo puede depararnos la lectura de estas curiosas páginas; todo, excepto lo convencional. Pues, ya fuere en el bien o el mal, en el amor o el odio, en el disfrute o el tormento, Rusia no acata la medida de lo ordinario; se revela irreductible a la regla de las proporciones o las simetrías; trasciende, sí, el mero desenfado para rozar, a cada momento, lo descomunal.
Pareciera ser que las fronteras del vasto país, casi sin límite cierto en lo físico, mostrasen reciprocidad en el alma de las criaturas cultivadas para gobernarlo. Los hechos de estos omnipotentes soberanos, en arremolinada y confusa amalgama, se ven sombreados de continuo por excesos de placer, de crueldad y de bufonesca demencia, a los que resulta difícil hallar paralelo. Otras geografías, otros climas y tiempos históricos contienen sus buenas dosis de rotura con los esquemas formales, es verdad; la diferencia es que aquí, lo extraordinario, se establece como lo habitual.
Hay que recalibrar la mirada antes de internarse en estas desiguales perspectivas de desquicio y exponer los nervios a sufrir el vértigo, o el hechizo, de lo raro e incongruente. Hay que determinarse a penetrar esta suerte de bosque sembrado de distorsivos espejos cuyas artificiosas perversiones ópticas son capaces de poner a prueba el más dúctil de los raciocinios.

Una monstruosa satisfacción se inscribe dentro del dislocado marco histórico, de abigarrado juego ilusorio, que acabamos de esbozar, donde el ángulo de retrato concuerda sólo con la rotura, la deformidad, la subversión; donde la materia cambia a cada tramo de forma y de capricho; donde, en fin, la única medida, para las emociones y actos humanos que se refieren, está determinada nada menos que por la ausencia de toda medida.


Ricardo Giraldez
(2016)


“Para que no se desvanezcan con el tiempo los hechos de los hombres”, Heródoto, apodado el Padre de la Historia, registró, en palabras destinadas a ser memorables, lo que tras mucho andar por el mundo había indagado con infinita y sutil curiosidad. No obstante, desde aquella parte hasta hoy, a la historia pareciera motivarla menos la busca de los hechos humanos que el ordenamiento sistemático de los mismos, en el cual, al rigor lógico, se asocia también el rigor moral.
        No nos extrañe, pues, que en el afán de presentarnos el pasado como un todo coherente, mucha ambigüedad se pierda a manos de la historia, y que los personajes que a menudo concreta para el sueño evocativo, a fuerza de asignarles una finalidad, terminen por ser todo luz… o todo sombra.
A Concino Concini, ávido rufián, pendenciero intratable, juerguista derrochador, objeto siempre de muchos odios y de muy raras simpatías, le ha tocado el dudoso privilegio de habitar este lado oscuro de la memoria humana: junto a los infames, los réprobos, los malditos.
¿Fueron, sin embargo, tan grandes sus culpas?
Si se lo mira bien, no más que las de cualquier otro personaje de su tiempo o su entorno. De hecho, por muy turbia que sea la mirada que ahonde en los sucesos de su tumultuosa existencia, difícilmente lo encontrará más grande en ambición que aquellos que con tanto celo contribuyeron a urdir su infame leyenda; aunque con una salvedad: a Concino Concini, la caprichosa Fortuna, le sonrió como a pocos ha sonreído alguna vez: con la más bella, alegre y generosa de las sonrisas.
He aquí, pues, el pecado que no se le perdonó al hombre, que, sin descanso, ha tenido que pagar su fantasma a través del recuerdo, que sigue pagando en nuestros días, y que, acaso, no termine de pagar nunca.
¿O sí?
Quiere el hado o la divinidad que todo sea mudanza aquí en la tierra, que nada pueda conservarse igual a sí mismo ante el áspero roce del tiempo. Apenas aquello que deviene símbolo parecería estar llamado a burlar esta impiadosa ley de transformación; a resistir, incólume, el fatigoso paso de los ciclos. Pero cada época, cada generación, cada individuo, no lee o interpreta de igual modo los signos que le son legados, y esto ya supone un cambio, una mudanza, acaso un azar.
Hasta el presente, Concino Concini ha encarnado el símbolo del hermoso aventurero a quien no arredra ningún límite moral a la hora de satisfacer su descomedida sed de premios y ventajas terrenas; de aquel, sí, que de la nada sabe hacer una gran ventura merced a su irresistible imperio sobre el bello sexo. Sin embargo, el alcance de este símbolo es fortuito y susceptible de nuevas interpretaciones. Y nadie puede asegurar que la sombra que hoy oscurece un nombre, no cuente mañana con un destino de luz.


Ricardo Giraldez
(2015)


Las voces mudas


        Mil vidas parecieran poder caber en una sola. Es lo que nos ocurre pensar luego de trabar conocimiento con ciertos personajes históricos de corte aventurero y sufrir el irresistible contagio del ímpetu frenético que ellos han sabido imprimir a sus febriles existencias. César Borgia es uno de esos ejemplos de vida múltiple y de inagotable aliento. Bajo el signo de la cruz o de la espada lo encontraremos siempre nuevo y distinto sin dejar de ser el de siempre y sin faltar nunca a su natural osado e inquieto. El escenario en el que se movió este extraordinario personaje, cuyo impulso no fue sino el de su enorme ambición, no parece tan vasto desde una óptica moderna. Sin embargo, al recorrerlo a su lado notaremos cómo la geografía se expande, cómo los horizontes se atirantan y los límites ciertos se esfuman, a tal extremo que lo anecdótico se pierde en los nebulosos terrenos de la leyenda. No es casual, por tanto, que muchos escritores se hayan sentido seducidos e inspirados por el héroe en cuestión y que tanta tinta se vertiera para perfilar su figura. Quizás no todos lo plasmaron con pareja suerte (esto seguramente) ni con igual comprensión del hombre a tratar. Todo lo cual no daña al personaje; más bien por el contrario. Que haya profusos César Borgia en la ficción (y que muchos otros permanezcan aguardando cobrar forma en las sombras) es también un modo de hacer justicia a aquel que tantos supo ser bajo una misma carnadura –en una sola y única existencia. 
Ricardo Giraldez 
(2014)

El símbolo de lo enorme




"Homo sum, humani nihil a me alienum puto" (hombre soy, y nada humano me es ajeno), escribió Publio Terencio Africano en su comedia El enemigo de sí mismo.
        Difícil valerse de esta casuística tratándose de un personaje como Gilles de Rais, a quien su tiempo condenó a las llamas por maldito y hereje, y una modernidad mejor afianzada en los diagnósticos clínicos califica hoy de demente.
Lo cierto es que en vano le buscaríamos paralelos a este desigual personaje en la historia; no los tiene. Él es solo y sin par, y su mera evocación basta para plantear toda suerte de incógnitas de peligroso abordaje.
Pues, ¿quién, antes o después, ha golpeado con mayor desesperación los portalones del Cielo y del Infierno?, ¿quién se ha esforzado tanto en ganar para sí propio la santidad como en apresurar su propia perdición? La luz y las tinieblas lo atrajeron con parejo magnetismo, y el héroe y el demonio cohabitaron alternativamente en su carácter diverso. Y acaso, para no faltar a ninguno de los opuestos que con tal ímpetu tironeaban de su alma dubitativa, Gilles de Rais construyó un puente odioso entre lo encomiable y lo aborrecible.
Seguramente, tras pasar revista a los hechos de su despareja y escandalosa existencia, sentiremos la tentación de tildarlo de “monstruo” y reprobar sus actos como “inhumanos”. Pues tanto así se tensa la cuerda de nuestra indulgencia y comprensión ante él. No obstante, ello podría llevarnos a obviar la fórmula de Terencio y eludir la responsabilidad que según ella nos toca.
En efecto, como monstruo, Gilles de Rais no nos incumbe, se pierde en la bruma ilusoria de una dimensión fantástica desde la cual no puede dañarnos, todo lo más nos puede horripilar. Como hombre, en cambio, y siguiendo la fórmula latina ya mencionada, es que el personaje se hace aterrador más allá de lo soportable y que impone un embarazoso desafío. Pues acaso lo más difícil y delicado a la hora de abordar la figura de Gilles de Rais, no sea constatar aquello de lo que un monstruo es capaz, sino de lo que pudo ‒o puede‒ ser capaz un hombre. 
Ricardo Giraldez 
(2014)


 El País de los sueños

«Des six cents volumes que j’ai écrits, il n’y en a pas quatre que la main de la mère la plus scrupuleuse doive cacher à sa fille» (Alejandro Dumas, Le vert paradis).

Es del gusto de los seres humanos generarse a sí propios la ilusión de que todo cuanto los rodea puede ser aprehendido, nominado y dispuesto cual pieza de encastre en una clasificación cualquiera inmersa en un gran sistema de categorías cualquiera, sin que el proceso suponga la pérdida parcial del objeto apercibido, acaso de todo lo que en él había de más singular y precioso. No obstante, y cual llevamos dicho, ello no pasa de una mera ilusión. Los ordenamientos racionales, basados en nociones abstractas y generales, sólo son válidos como método para allanar el camino del iniciado en su largo peregrinaje hacia esa otra ilusión que denominamos “conocimiento” o “saber universal”. Tomados, en cambio, cual genuinos, indiscutibles e inmutables bloques de conceptos, a más de odiosos, se hacen por completo perjudiciales ya que sólo inducen a errores de apreciación.
Un ejemplo, desde luego entre otros innumerables, lo aporta la “literatura infantil”, o lo que se ha dado en reconocer como tal. Nada hay stricto sensu que pertenezca en exclusivo al ámbito de la infancia, y los libros menos que cualquier otra cosa. La medida de tolerancia de un niño, en relación a una lectura (o a lo que fuere), no está pautada por lo grave, sino por lo tedioso. No será, pues, ante la tragedia, sino ante el fastidio, que él claudicará. Y con el adulto no ocurre de otra guisa.
El País de los Sueños pertenece a una serie de relatos para cuya realización sólo tuve en mente, y como finalidad, el deseo apasionado de transitar, no ya los terrenos de lo improbable, sino decididamente de lo imposible, valiéndome de mi anhelo de fantasía y del atrevimiento que sólo la imaginación otorga.
No fue, por tanto, un cuento pensado para niños, y de aquí mi gran sorpresa al tener noticia de que había sido seleccionado para integrar una antología destinada al público infantil.
Y de inmediato vinieron a mi memoria las palabras de Dumas que preceden estas líneas… Sólo que tras reparar en ellas, y sopesarlas con detención, se me ocurrió reformularlas y proponer lo inverso, a saber: que quizás lo que “la madre más celosa”, sugerida por el autor de Montecristo, debiera evitarle a su hijo es precisamente la lectura de un libro que no pueda ser leído también por un adulto, que no esté destinado a ganar en nada con los años, y que, por vía de consecuencia, no admita, aunque más no fuere con el concurso del recuerdo, volver a sus páginas... una y otra vez.

Ricardo Giraldez
(2015)


La transfiguración


El devenir de un libro es azaroso, imprevisible. La historia de la literatura, que presuntuosamente denominamos "universal", abunda en desapariciones, ocasos y asombrosas e inesperadas resurrecciones. Muchos libros que han gozado de gran popularidad en su tiempo, o en algún órgano preciso del tiempo, conocieron más tarde la indiferencia, la minusvaloración, las llamas e incluso el olvido. Tomar nota cronológica de las grandes selecciones de clásicos, compuestas durante los últimos siglos, resultaría ilustrativo al respecto. Nada ni nadie tiene asegurado el sitial ni tan siquiera la permanencia en esta tierra sujeta a constante cambio, evolución, ruina, desgaste y decadencia. La amenaza del olvido, desgracia y pérdida planea como un buitre sobre todo lo que ha osado alguna vez mostrarse bajo la luz del sol. Cabe para los libros, cabe para los autores, y cabe, como decíamos, para todo lo que es y ha osado ser alguna vez.
Numerosos escritores que en un pasado no muy remoto han resultado de lectura obligada, duermen hoy un sueño de polvo en los anaqueles. A lo que podría añadirse lo inverso. La obra atribuida a Homero o a Shakespeare (por citar tan sólo dos ejemplos de los más señeros) conoció alternativas de apatía, incertidumbre y justificada resurrección. Todo lo cual nos lleva a nuestra primera propuesta: que el devenir de un libro es imposible de prever. Y lo es, por supuesto, desde el momento en que existe y está sujeto a devenir. Claro que entre los libros existentes no sólo cuentan aquellos que han sido escritos alguna vez de modo efectivo, sino también los que no han sido escritos jamás. Abundan esta clase de textos espectrales en la historia de la literatura universal; libros cuya fama no ha respondido sino a la invención de un mero título y a las sugestiones motivadas por él. Se podría formar un largo catálogo de ellos. Uno en particular es, sin embargo, el que nos ocupa y el motivo de tanta digresión. 
Aludo al hoy más que célebre, y hasta escudriñado, Necronomicón; invención de Howard Phillips Lovecraft (1890-1937), escritor estadounidense que intentó, mediante este recurso de su inspiración, dotar a sus relatos de una fuente libresca convincente y dar así mayor verosimilitud y poder de persuasión a sus fabulosas y sombrías lucubraciones. Se trata de una suerte de libro mágico, peligroso y, en teoría, repleto de significados y fórmulas ocultas capaces de atraer, desde otros lindes sensoriales, fuerzas obscuras, inefables y adversas a la condición humana. Su presunto autor sería el árabe demente Abdul Alhazred, también de invención lovecraftiana e igualmente de devenir incierto. Escasos son los fragmentos citados por Lovecraft de esta fuente ficticia a lo largo de su obra; no obstante, las citas son concretas y lo suficientemente efectivas como para despertar la curiosidad y fascinación en los entusiastas lectores. Desde hace prácticamente un siglo a esta parte, el Necronomicón no sólo ha venido ganando en fama y popularidad, sino que ha aumentado el atractivo e interés que la evocación de su sólo nombre suscita. Más aun, este libro, que nunca ha sido escrito de modo efectivo, crece día a día en influjo y autoridad. Sabemos de su inclusión en numerosos catálogos de prestigio; sabemos que copiosos ejemplares del Necronomicón han sido descriptos detalladamente y puestos en subasta por los oportunistas que nunca faltan a la hora de entrever un negocio detrás del tumulto; sabemos, en fin, que se han pagado copias del mentado libro a precios muy altos y en circunstancias diversas. Y esta tendencia continúa in crescendo en nuestros días, y no hay razones para estimar que en el mañana inmediato dicha tendencia pueda invertirse. Luego, no es dable afirmar que esas páginas jamás escritas sean sin embargo páginas ausentes; no desde el momento en que juguetean con el imaginario de los lectores y de los fervientes seguidores con que cuenta Lovecraft en la actualidad. Más aun, esas páginas en blanco pueden ser llenadas con el decurso del tiempo; es ésta una labor que ya ha comenzado de hecho; acaso el Necronomicón resulte un libro que termine por escribirse a sí propio. Todo puede conjeturarse al respecto ya que, como decíamos, el devenir de un libro es incierto e imprevisible.
El relato que he dado en intitular La transfiguración, y que merced a la generosidad de los responsables de la presente antología puedo poner hoy en manos de los lectores de Saco de Huesos, se suma, pues, cual un humilde aporte de quien esto escribe, a la conjetura (y posible construcción) de ese misterioso devenir.

Ricardo Giraldez 
(2013)

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