¿Qué
fuerza misteriosa, nunca vista, se oculta en esta troika?
(Gogol,
Almas muertas)
Si
existen mundos capaces de poner a prueba nuestra capacidad de asombro, en lugar
destacado debiéramos situar la Rusia zarista. No importa si nos remitimos a los
tiempos de los grandes autócratas masculinos, a los de sus endebles herederos o
a los de las grandes autócratas femeninas. A cada página, de este fenomenal relato,
acentúase la impresión de que se penetra en un texto confuso, a veces anárquico
y siempre terrible, escrito en una lengua secreta cuya clave elude el más
esforzado sondeo.
En
rigor, Rusia semeja aglutinar en sus anales todos los raros elementos capaces
de hacer que la historia adquiera carácter de insólita y truculenta invención, o,
quizás, de leyenda oral brotada de labios orientales y primigenios durante mil
y una noches de sensual molicie.
Ninguna
de las rudas poesías de lo grotesco falta. Ninguno de los imprevisibles juegos
de luz y de sombra y de cuanta abrupta alternancia de opuestos sea dable
concebir. Todo puede depararnos la lectura de estas curiosas páginas; todo,
excepto lo convencional. Pues, ya fuere en el bien o el mal, en el amor o el
odio, en el disfrute o el tormento, Rusia no acata la medida de lo ordinario;
se revela irreductible a la regla de las proporciones o las simetrías; trasciende,
sí, el mero desenfado para rozar, a cada momento, lo descomunal.
Pareciera
ser que las fronteras del vasto país, casi sin límite cierto en lo físico, mostrasen
reciprocidad en el espíritu de las criaturas cultivadas allí para gobernarlo. Los
hechos de estos omnipotentes soberanos, en arremolinada y confusa
amalgama, se ven sombreados de continuo por excesos de placer, de crueldad y de
bufonesca demencia, a los que resulta difícil hallar paralelo. Otras geografías,
otros climas y tiempos históricos contienen sus buenas dosis de rotura con los
esquemas formales, es verdad; la diferencia es que aquí, lo extraordinario, se
establece como lo habitual.
Hay que
recalibrar la mirada antes de atreverse en estas desiguales perspectivas de desquicio y exponer los nervios a sufrir el vértigo, o el hechizo, de lo raro e incongruente.
Hay que determinarse a penetrar esta suerte de bosque sembrado de distorsivos espejos cuyas artificiosas perversiones ópticas son capaces de poner a prueba los más aplomados raciocinios.
Una monstruosa satisfacción se inscribe dentro del dislocado marco
histórico, de abigarrado juego ilusorio, que acabamos de esbozar, donde el ángulo de retrato
concuerda sólo con la rotura, la deformidad, la subversión; donde la materia
cambia a cada rato de ánimo y de forma; y donde la única medida, para las emociones
y actos humanos que se refieren, está determinada nada menos que por la
ausencia de toda medida.